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Un viejo amor

Por Gonzalo Álvarez del Villar

Para Bernardo, Sergio, Martín, Diego, el Pilla, indestructibles rojiblancos

–Páteala, Javán, dásela al pibe –suena la voz siempre argentinizada del inolvidable Dante Morocho Juárez. Lo dice en el tiempo, poco más de 40 años atrás.

Corro tras la bola pateada por el goleador brasileño. Se me escapa. Voy tras ella. Estamos en el amplio patio trasero del Hotel Beverly, de la colonia Nápoles. Es el centro de reunión de los necaxistas, antes de sus juegos.

El hotel es propiedad de la familia Magalloni, amigos de mis padres. En mi carrera casi caigo a la alberca, recompongo el paso y pateo hacia donde está Pancho Majewski. Todos ríen por mi acrobacia para no caer al agua.

Es el año de 1966, día previo al juego del campeón de campeones contra el América, campeón de Liga y Necaxa, invicto campeón de Copa, de la mano del viejo Miguel Marín, con triunfos y empates en los últimos minutos, evocando aquellos los 10 minutos del Necaxa, aquél de los 11 Hermanos.

Exploro el archivo de mi memoria y acredito que cinco años antes, en 1961, tomé, desde la inocencia de mis siete años, una decisión de vida: sería necaxista por convicción. El motivo: aquél glorioso triunfo del Necaxa por 4-3 sobre el Santos de Pelé, que viví, sufrí y me emocioné hasta las lágrimas, aferrado ya bien a las piernas de mi padre, abrazándolo en cada anotación de los rojiblancos, brincando en mi asiento, prometiéndome que no dejaría de hacer tareas, o rezando para que la meta de Jorge Morelos no fuera vulnerada.
Y al final el júbilo, el gustazo, las risas, el llanto feliz. La comunión con todo un estadio que hacía retumbar los siquitubums, agitaba las banderas rojiblancas. Todo CU era necaxista. Ese día lo decidí: sería necaxista para toda la vida. Era la memorable época de los pentagonales y hexagonales que se jugaban en el estadio de CU (Santos, Botafogo, Spartak de Praga, Uda Dukla, Independiente, Colo Colo…)

Y luego, el regreso, a pie, por Avenida Universidad, chutando piedritas e imaginando que cada coladera era la portería del brasileño Laercio y que éste después de que yo driblara a Pepe, a Pelé, a Zito y compañía, me detenía el disparo, pero llegaba el Morocho y, contundente, anotaba uno más para nuestro equipo.

El sueño duró años y era en tecnicolor. La alineación era la misma. Los mismos 11, pero también estaba yo y el árbitro jamás se percató de mi presencia. Alineación inolvidable, marcada indeleble en mi memoria: Morelos, Larrasolo, Dellacha, el Bucky Romero, el Fu Reynoso y Reynaldo Giacomini; Alberto El Pato Baeza, Evaristo, Dante Morocho Juárez, Guillermo El Chato Ortiz, Agustín Peniche y yo… y nunca perdimos.

Así pasaron varias temporadas de ensoñación (en mis sueños, claro, porque en la realidad el equipo de media tabla no pasaba) Mis héroes fueron cambiando. Los sueños también y cuando llegó la época del Beverly, mis compañeros de primaria no me creían que algunos fines de semana –cuando los Magalloni nos invitaban a desayunar al hotel– yo convivía y ¡hasta jugaba! con los necaxistas, enfundado en mi playera blanca con esas 5 rayas rojas.

Y llegó el juego del Campeón de Campeones. Domingo al mediodía. Yo ya iba solo a CU. Siempre por Avenida Universidad (¿recuerdas, Ramón, del Yom Yom, la heladería aquella donde, por esa época, nos conocimos y casi nos acabamos la provisión de helados?). Y sobre la grama de CU, de nuevo Dante, siempre Dante. Dos de él y una magnífica actuación del portero necaxista, Ovejero, que al final del juego dejó la pelota en la línea de su portería, en son de burla, dibujó el 2-0 necaxista. América, a pesar de la ayuda del árbitro, fue humillado.

Era el remate de una campaña invicta, que terminó un mes después cuando la Selección Nacional derrotó a los rojiblancos (que antes habían vencido a la de Chile) por 1-0 en CU, con gol del Teto Cisneros al Piolín Mota. Claro, era un orgullo ser necaxista. Y ese orgullo y pertenencia me hacía estar los domingos por la tarde en la cocina de casa, frente al moderno radio Phillips (ojo mágico) de onda corta, que captaba las señales de Irapuato, de León y donde acodado sobre la mesa, escuchaba y conjeturaba los juegos de los entonces electricistas por el Bajío. Y también los de Guadalajara, contra las Chivas, el ¡Oro y el Nacional!

Luego llegó la desaparición del equipo, en 1971. La historia cuenta que la directiva se adeudó demasiado con sus jugadores y vendió la franquicia a empresarios españoles quienes cambian el nombre de Necaxa a Toros del Atlético Español, que aunque ganó un subcampeonato, la afición nunca se le entregó.

Pasaron 11 años (uno por cada hermano) y en julio de 1982 el Necaxa regresa al máximo circuito. Una nueva era difícil, su afición se había olvidado por completo de ellos. Y además, Necaxa se salvó de dos descensos: 1985 contra la U. de G. y 1987 contra el Zacatepec. Puf, que sufrimiento, pero ya no con la intensidad de veinte años atrás.

Y luego, el resurgimiento en los 90, haciendo honor a los campeonatos amateurs (1932-33, 1934-35, 1936-37, and 1937-38) las conquistas de Copa (1925-26, 1932-33, 1935-36, 1936) y los Campeón de Campeones (1931, 1935-36). Además, fue el primer campeonísimo, pues en 1932 se disfrazó de México y ganó el primer Campeonato Internacional para México: los Juegos Centroamericanos de El Salvador, donde venció en todos sus juegos.

Los memorables 90, que con la llegada de uno de los mejores jugadores extranjeros venidos a México, el ecuatoriano Alex Aguinaga, llegaron también tres campeonatos (1995, 1996, Invierno 98), dos subcampeonatos (1997, Verano 98), además de un Torneo Concacaf, un campeón de Campeones y el mítico tercer lugar en el Mundial de Clubes, en el 2000.

De nuevo era un orgullo ser necaxista. Y aunque ya no fueran electricistas, sino Rayos y su afición era mucho menor, los triunfos eran mayores que en los 60. El nombre era el mismo. Los actores, otros, que se enmarañan con los de épocas pasadas: Basay, Marcial Ortiz, Ambriz, Carlos Albert, el Cuchillo Herrera, Navarro, Julio Lores, Vázquez, Eduardo Vilches, Vigna, Peláez, Aguinaga, Dante, Pichojos Pérez, Moreno, Horacio Casarín, García Aspe, el Piolín Mota, Luis Hernández, Morelos, Montesinos y más, muchos más.

Y en la página del tiempo, una charla, un par de años antes de que falleciera, con el Morocho, en su casa, donde su memoria regresó a la cancha de CU y reveló que antes del gol, el del triunfo, ya estaba desgarrado de la pierna derecha, pero, aseguraba, no podíamos fallar ante ese griterío, ese ambiente. Ahí, él que llegó a reforzar al Necaxa, ese dos de febrero del 61, también se convirtió en necaxista.

De vuelta a mis años detenidos, en la cocina, frente al Phillips. Necaxa perdía en Guadalajara, bajo un gran aguacero. Yo sufría, apretaba los puños y me tragaba imprecaciones infantiles. Mi madre, Isabel, mientras preparaba la cena, puso atención a la narración, y me susurró al oído:

–No te preocupes, siempre que llueve, gana el Necaxa.
Sortilegio o no, Necaxa dio vuelta al marcador y ganó el encuentro.
Desde esa fecha y más ahora, deseo con toda el alma que cuando juegue el Necaxa, no sólo llueva, diluvie.
Fuente: Acción de fondo

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