Alejados de los reflectores y el glamour, jugadores en retiro se reencuentran, envueltos de recuerdos y fama de cuando fueron profesionales
CIUDAD DE MÉXICO, 14 de junio.- El longevo cronista deportivo Emilio Fernando Alonso, micrófono en mano, le pidió a Damián Álvarez que hiciera el rehilete, aquella jugada donde se gira el cuerpo y al mismo tiempo mueve la pelota para quitarse a un defensa con un movimiento inverosímil. El jugador lo hizo porque parte del estadio Palillo Martínez vibró con el recuerdo.
“Casi no me sale, pero al menos lo conseguí. Imagínate, si antes decían que estaba cachetón y que era a veces lento, ahora que de veras ya tengo papada y panza no me lo van a creer”, dijo Álvarez con buen humor en una mañana calurosa en donde se reencontró con viejos conocidos de la Primera División.
El pasto algo reseco del campo, las líneas de cal marcadas y las tribunas semi vacías le daban a todo aquello un aire extravagante y no tan sofisticado como cuando aparecían en los grandes estadios. Ahora, un cúmulo de ex futbolistas batallan contra el retiro, nostálgicos, meditabundos, pero avivados por el deseo de jugar futbol una vez más, algo que no se pierde nunca.
“Si nos invitan a jugar a las cinco de la mañana, en la madrugada, a media noche, a las tres de la tarde, no me importa, con tal de seguir pateando un balón”, comenta Ángel Sosa, apodado en sus buenos y breves tiempos El Rambo y que llegara a una final con el Necaxa.
“Antes sólo caminabas unos pasos, había un chofer, un autobús; hoy no hay nada de eso, manejé desde muy temprano de Cuernavaca al Distrito Federal, aunque muy emocionado por reencontrarme con mis compañeros”, culmina.
Es el futbol desteñido de aquellos futbolistas desterrados por la edad o la incapacidad de mantener un nivel. El sol aprieta los huesos y los estruja con un calor sofocante. A lo lejos, en una carpa medio puesta por cuatro pilares, hay bebida hidratante, pero no mucha porque quizá no alcance para todos. El vestidor no es el mejor. Tiene pisos húmedos y algunas fugas en los baños. Incluso, el olor a humedad y vejez taponean un poco la nariz y marean. Lo mejor es cambiarse pronto. Muchos trajeron sus propios zapatos, “estos son con los que jugué mi último partido”, cuenta Porfirio Jiménez, ex mediocampista de gran clase del Cruz Azul y Tecos, y aprieta las agujetas de los zapatos negros, algo diminutos para pensar que tiene el pie de futbolista. “Qué delicioso es volver a ponérselos”, afirma con suspiros.
Luego viene el uniforme, algo rasposo, de una tela sencilla y suave sólo en algunas costuras. Ya se asoma el sol por debajo de la puerta, no hay túneles que conducen al campo ni seguridad. Muchos curiosos se cuelan por rendijas abiertas al campo y merodean la pista de tartán del
Palillo Martínez.
No hay marcas deportivas ni patrocinadores, mucho menos alaridos. Unos cuantos aplausos cuando reconocen a viejos estrellas: Adrián Chávez, Efraín Cuchillo Herrera, pero estos últimos están metidos en la política y saben apreciar más el contacto con la gente. Otros, como Edson Astivia, ex jugador del América y Toros Neza, tienen rato de no aparecer bajo los reflectores, y Jesús Olalde sigue tan fantasmal como cuando militaba en los Pumas.
Comenzado el juego, a algunos les da por correr de más y se detienen a los pocos trotes. Prefieren usar la malicia y le ponen experiencia al asunto, sobre todo porque el rival, un equipo de padres de familia conformado por el Gobierno del Distrito Federal, no entiende mucho de estrategia.
Pedro Duana se da el lujo de fallar un penal al pegarlo al travesaño y nadie le dice nada. Él sonríe, pero se va molesto de regreso al medio campo por la gran oportunidad que acaba de fallar.
Horacio Sánchez, quien hiciera ocho goles en casi diez años de trayectoria y cargara con la pesadez de ser el sobrino de Hugo Sánchez, anota un par de goles. Su novia le espera, pegada a las líneas donde se juntan la banda y la meta. Como en los tiempos del llano, le dedica los goles a ella.
Germán Villa es de los más reconocidos. Trae las calcetas blancas llenas de tierra y la brisa le arrastra el polvo hasta la cara, por lo que se talla los ojos. Su hijo le espera en una auto de la Volkswagen. Parece que aún no se adapta al cambio de vida y extraña el majestuoso Azteca, donde papá era el rey.
“He recuperado muchas cosas que el futbol me quitó. Agradezco toda la fama que me dio, el dinero, los viajes, pero ahora me siento una persona más normal. Puedo salir a la calle y algunos me reconocen, pero no me detienen; quizá me saludan o alguno que otro despistado me pide un autógrafo”. Al final del partido, Villa habrá firmado unas veinte playeras y posado para la misma cantidad de fotos.
“Ahora puedo ir por mis hijos a la escuela, llevar al perro al veterinario, estar con mi familia. Me entra la nostalgia los fines de semana, cuando hay futbol y estoy en casa. Para cuando sucede eso apago el televisor, me olvido que fui futbolista y me llevo a mi familia a comer o al cine. Ellos son mi vida y mi motor en una decisión complicada como la de dejar de jugar y me hacen sentir satisfecho con lo que hice en mi carrera”, comentó Villa, y en tono de broma dice que ya le advirtió a Cuauhtémoc Blanco lo que le espera cuando se retire.
“Son lindas esta clase de reuniones. Muchos de aquí nos matamos cuando fuimos rivales, nos dimos fuerte en el campo y quizá no tuvimos mucha amistad siendo profesionales; ahora, reunidos, platicamos anécdotas, aclaramos cosas que se quedaron sin resolver hace muchos años y revivimos lo que fuimos. Jamás pensamos que algún día defenderíamos la misma camiseta, a pesar de que fuera en el llano”, comenta Octavio Becerril, tenaz defensa del Necaxa en la década de los 90.
Fuente: Excelsior
1 Comentarios
Que buena crónica.
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